Nostalgia
El otro día al salir de la escuela acompañé a mi hija mayor al parque para que jugase con sus amigos. Al cabo de un rato tuvimos que marchar a hacer un recado, pero luego volvimos sobre nuestros pasos a ver si aún quedaba algún amigo con el que jugar. Estaba empezando a oscurecer, había charcos y partes del suelo embarradas, el cielo estaba plomizo, el ambiente era húmedo y el color de toda la vegetación parecía estar hecho para anunciar el otoño en El Corte Inglés. La verdad es que el ambiente era precioso y triste a la vez, de alguna manera irreal por lo extraño de sus luces pero también arrobador y de una intensidad especial por lo singular las mismas. Cuando llegamos a la zona de juegos ya no quedaba nadie, y al pensar en esa frase sentí una punzada de tristeza, una bocanada de soledad bestial. Y entonces me sobrecogió un pensamiento, muy otoñal también en sus formas y en su contenido.
Imaginé la vejez, mi vejez, cualquier vejez. Imaginé llegar a los 90 o a los 100 años de edad. Imaginé ser el último de una generación o lo que deben sentir aquellos que son los últimos de su generación. Enterrados hace tiempo padres, hermanos, abuelos y tíos, han visto marcharse también, uno a uno, a todos sus profesores, socios, amigos, enemigos, vecinos, saludados, tiendas de referencia, médicos de familia, programas de televisión y otro millón de seres y cosas que ya no existen. Han visto también a sus propios hijos abandonar la «bebidad», la niñez, la juventud, los han visto ya convertidos en personas casi tan mayores como ellos. Imaginé con una punzada de congoja la sensación de no tener con quién compartir recuerdos de escenarios o de vivencias de cuando tenías 10 años, ni 20, ni 30, etc…
«Ya no queda nadie en el parque», se repetía en mi cabeza, juntándose la tristeza inocente, fresca y reversible de mi hija al saber que no vería a sus amigos hasta mañana con la tristeza perenne, inexorable y final de la idea de saber que todo pasa y que alguien cerrará la puerta al salir y de que si eres tú el último en hacerlo entenderás en toda su profundidad lo que significa el otoño.
Las trampas de la memoria
Relacionado con la evocación anterior, estuve el otro día, por indicación de mi sobrino, viendo un partido de baloncesto clásico, del año 1988. Contaba entonces yo con trece años (la edad de mi sobrino ahora) y recuerdo que en su momento vi ese partido en directo, probablemente en compañía de mi padre. Fue una experiencia curiosísima. Recuerdo haber estado años riéndome de lo malo y torpe que era un jugador del Barcelona de esa época, Granville Waiters, un pívot desgarbado muy alto y mucho más calvo de lo que podía tolerar un niñato de trece años. Y digo esto último porque estoy convencido que desde la tontuna de mi adolescencia me parecía «raro» que ese jugador tan joven fuese calvo y solo por eso lo asocié a «malo» y a «torpe»: he estado un montón de años equivocado. Viendo el partido, final de la liga del 88 entre el Barcelona y el Madrid, ese jugador que creía malo resulta que era mucho más atlético que ningún otro sobre la pista, que técnicamente no lo hacía nada mal y que, visto desde mi conocimiento actual, me parece uno de los jugadores más modernos de ese momento.
¿Qué me había pasado? ¿Por qué he estado años pensando que ese jugador era torpe, lento y malo? Pues tal vez la metonimia (tomar la parte por el todo) hace estragos en la memoria. Tal vez asocié un miedo púber (quedarme calvo) con una debilidad intolerable en el otro y proyecté en el bueno de Granville Waiters un montón de prejuicios negativos que tenía yo entonces sobre el fenómenos de la calvicie. Tal vez para mi calvo significaba viejo, lento y torpe. Pues no. Aquel espigado pívot de 2,12 era calvo, sí, pero también era tremendamente atlético, saltaba muchísimo, jugaba con gran vigor y tenía una cara mucho más juvenil de lo que recordaba. Es alucinante como teñimos nuestra mirada para ver lo que queremos en cada momento, y debemos observar con cuidado nuestros conflictos, porque tal vez muchos nazcan más de invenciones de nuestra mirada en ese momento que de afrentas imperdonables.
Pero no nos desviemos, que esto hoy va de nostalgia: en el quinteto inicial del Real Madrid había dos extraordinarios jugadores que ya no están entre nosotros. Ver a Fernando Martín pelearse como un jabato o a Drazen Petrovic exhibir juventud, talento y chulería como si no hubiese un mañana, ver dos atletas en plenitud de facultades ejerciendo de héroes para su público y de villanos poderosísimos para el público rival, verlos, decía, para disfrutar de su talento y sentir otra punzada de tristeza y nostalgia porque como tantos otros se fueron muchísimo antes de tiempo y tantas cosas que podían haber sido ya no fueron.
También causaba cierta nostalgia ver algunos de los anuncios publicitarios en la pista: presidiendo el centro de la misma un anuncio de la extinta Banca Catalana (¿de aquellos lodos estos polvos?), anuncios laterales de empresas venidas a menos como Philips o Cacaolat y de otras caídas en desgracia y que huelen a antiguo como Grundig o Kodak. También me causó cierta hilaridad la pasión de la época por los lácteos: tres de los anuncios pertenecían al sector, a saber, el citado Cacaolat, Ato y El Castillo. Se ve que necesitábamos mucho calcio en esa época tan antigua que no se había inventado todavía ni la intolerancia a la lactosa.
Y puestos a regodearnos en la nostalgia, qué decir de la entrañable apariencia de los árbitros de la época, rechonchos y con bigotazo, o del cutre estilismo de los jugadores, con esa camiseta interior roja de manga corta de Epi o esos peinados que no estaban pensados para mejorar contratos publicitarios precisamente.
Era otra época, sí, otra época que fue intensa para los que la vivimos, que tuvo sus códigos y sus héroes, sus dioses momentáneos, sus ilusiones, sus trampas, sus buenos y sus malos, sus mentiras de moda y esas verdades que solo lo son porque las llevamos dentro en forma de inventados recuerdos. Esa época existió y significó y ya no está, ya no existe más que en forma de recuerdos distorsionados discutidos por la tozudez empírica de los vídeos de Youtube.
Volver a Andorra
Y para cerrar esta trilogía de la nostalgia nos vamos a ir a Andorra. Viendo el partido de baloncesto antes mencionado recordé un pequeño hito en mi vida personal: la compra que más ilusión me ha hecho en mi vida. Debía contar yo con diez o doce años y había un tipo allá en las Américas que nos hacía soñar a todos con su increíble capacidad para volar y hacer magia sobre la pista. El tipo se llamaba Michael Jordan y poco menos que se inventó el marketing moderno a expensas de su talento. La firma deportiva Nike sacó unas zapatillas deportivas espectaculares firmadas con su nombre: las primeras Nike Air Jordan. Enseguida se convirtieron en objeto de deseo de toda una generación. Me recuerdo a mí mismo fantaseando fuertemente con la posibilidad de poseer las dichosas zapatillas. Es un recuerdo prístino porque el deseo de posesión se me clavó hondísimo en vete tú a saber que lugar del alma. El marketing es muy cabrito. El caso es que las zapatillas eran carísimas y en las familias no ricas había que medir con cuidado el gasto no imprescindible. Pero mis padres, que siempre fueron muy complacientes, estaban dispuestos a contentarme. Una de las soluciones de la época era subir a Andorra: comprar quesos, alcohol, tecnología y prendas deportivas a precios ventajosos se convirtió en un clásico en los años 80.
Recuerdo la emoción de pasar la frontera a la vuelta, el miedo tal vez exagerado a que te parasen en la aduana, recuerdo la magia de ir a un pequeño país ubicado en las montañas, salpicado de nieve, de arquitectura y paisaje bellísimos en contraste con la fealdad gris y desordenada del área metropolitana de Barcelona. Y recuerdo además, que toda esa belleza adornada de un frío revitalizante llevaba de trasfondo ¡¡¡¡ir a comprar!!!!! cosas que te gustasen, cosas deseables, cosas de ocio: alimentos no esenciales, tecnología y chuches deportivas. En los 80 subir a Andorra era lo más parecido a ir de visita a la casa de Papá Noel o de los Reyes Magos.
Recuerdo, por concluir la anécdota, hasta la silla y la posición en la que me senté para probarme mis flamantes Nike Air Jordan, recuerdo por supuesto cada matiz del olor que desprendía la piel de las mismas, recuerdo la ilusión amorfa, inespecífica y extremadamente fetichista que me producía poseer aquel objeto, recuerdo como desde entonces se me asociaron para siempre en la mente Andorra con regalos, con magia, con sueños, con ilusión y, como no, ahora con nostalgia también.
Porque ahora ya no son mis padres quienes me llevan a Andorra, sino yo quien va a llevar a mis hijas. Este fin de semana doy clase en la Universidad de Andorra y no he querido dejar escapar la oportunidad de subir con mi familia a visitar el pequeño país de los Pirineos. Y sé, como decía al principio, que debo asumir que ya no queda nadie en el parque, que las ilusiones con las que yo subía no serán las de mis hijas, que la gente ya no sube a comprar sino a hacer otras cosas, debo saber que subo a disfrutar con mi mujer y mis hijas de un lugar extraordinario, sí, todo eso lo sé.
Pero también sé que cuando volvemos a los sitios que han sido mágicos para nosotros albergamos en secreto una vana y extraña esperanza. Fantaseamos en silencio con encontrar que aún queda, aunque sea muy escondido, un trocito de lo que fuimos, algún resto de lo que soñamos, algún sorbo de lo que deseamos entonces. Algo que nos permita, aunque sea sólo por un instante, volver a sentirnos como aquellos que fuimos una vez hace ya tantos años.
Saludos.
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