
Blade Runner es una de esas películas que te gustan pero no acabas de saber exactamente por qué.
Supongo que será la atmósfera, la credibilidad de ese futuro en el que los avances tecnológicos no han resuelto absolutamente ninguno de los problemas humanos, o tal vez esas lágrimas que se perderán en la lluvia de Rutger Hauer en su papel del replicante Roy Batty ante su cita inexorable con la muerte.
En todo caso esto no es un blog de cine, ni de sci-fi, ni mucho menos de filosofía transhumanista (¡al menos de momento!). A donde quiero ir a parar es al miedo a la incertidumbre, al miedo a lo inesperado, al miedo a no saber, en cada momento, qué es lo que debemos hacer EXACTAMENTE.
Y ese es un miedo realmente complicado, porque supone un miedo a no saber qué hacer en situaciones en las que es imposible saber qué hacer por anticipado.
El miedo a lo impredecible
Tener miedo a no estar a la altura de un imposible es un miedo con muy mala leche. Es mejor tenerle miedo a las arañas o a los ascensores, miedos más prosaicos, acotables y, si no remediables, cuanto menos sí evitables en alguna medida.
Los que trabajamos con personas (mediadores, profesores, psicólogos, etc.) no deberíamos olvidar que trabajamos con sujetos, esto es, seres con voluntad, emociones, pensamientos, libre albedrío y todas esas molestas e impredecibles características, y no con objetos, mucho más estáticos por lo común y menos propensos a ponerse a llorar o quejarse de nuestro trabajo.
Uno nota cuando da clases a futuros profesionales de la mediación que late en la mayoría de ellos un anhelo, muy humano, de ser capaces de controlar las situaciones a las que se enfrentarán, así como la necesidad de contar con guiones más o menos adecuados para casi todas las circunstancias esperables. Anhelo comprensible pero, lamentablemente, imposible de satisfacer.
Claro que hay cosas que puede hacer un mediador para poner unos límites en el ejercicio de su trabajo, pero algo no significa todo, aunque algo ya es un éxito que no deberíamos infravalorar.
Aceptar lo inesperado
Lo que podemos controlar, contrólese, pero estemos preparados para lo inesperado, para la sorpresa, para lo curioso, para lo novedoso, para lo improvisado, para equivocarnos porque nadie es perfecto.
Me alarma este punto porque si no lo asumimos la mediación es imposible.
Decía Sigmoud Freud que existen tres profesiones imposibles: la educación, la política y el psicoanálisis. Imposibles en la medida en que para ser ejercidas requieren necesariamente de la voluntad del otro: no se enseña a quien no quiere aprender, no se gobierna a quien no se quiere dejar gobernar y no se psicoanaliza a quien no tiene ningún interés en ser psicoanalizado.
Por lo que se ve Freud no debía conocer en su época a muchos mediadores, ya que de lo contrario nos habría metido sin dudarlo en el saco de las profesiones imposibles, presumo además que a la cabeza de tan insigne ranking.
Como mediadores necesitamos que las partes nos legitimen, que se legitimen entre ellas, que asuman su protagonismo en el conflicto para asumir su protagonismo en la solución del mismo, que se sienten pacíficamente frente a un otro con el que por sí mismos no han sido capaces de llegar a acuerdos, que se porten bien y cumplan ciertas normas, que por mucho que les afecte el tema se esfuercen en ser creativos y pensar fuera de la caja, que ensanchen el pastel y separen intereses de necesidades, que escuchen cosas que les duelen sin alterarse en demasía y que encima nos firmen un papel donde dicen que todo eso lo hacen voluntariamente. ¡Uf!
Sirva esta exageración para solaz del mediador abrumado. Nuestra profesión es muy difícil, dificilísima, igual que para las partes es muy difícil no delegar en un tercero con poder que decida, aunque sea mal, para pasar a ser ellos los que asuman la responsabilidad sobre lo que quieren que les pase y sean capaces de llegar a acuerdos con personas hacia las que en ocasiones tendrán sentimientos muy negativos.
Ante las dificultades de tratar con personas, esto es, con sujetos, es absolutamente comprensible la actitud de acotar, de protocolizar, de sistematizar, de poner límites a una complejidad que nos abruma y nos asusta.
Pero sirva este escrito de advertencia ante los excesos a los que puede llevar dicha tentación.

Protocolos y sistemas mientras cuidamos «lo humano»
Si nos pasamos protocolizando, automatizando y sistematizando acabaremos convirtiendo los procesos de mediación en algoritmos, con la salvedad de que así como los números suelen ser fiables en cuanto a su constancia y predictibilidad, no pasa lo mismo con las personas, que somos cada una de su madre y de su padre.
Me da miedo que el complejo de inferioridad del que acostumbramos a adolecer las disciplinas no experimentales nos lleve a perdernos en desaforados intentos de controlar la validez “interna” de nuestras propuestas perdiéndonos entonces toda la riqueza “externa” de la realidad de las personas con las que tratamos.
Lo he vivido en el ámbito de la psicología. Recuerdo un paciente angustiadísimo que fue atendido por dos voluntariosas psicólogas que le aplicaron tropecientos tests homologados último modelo sin dejarle decir ni mú. El drama vino cuando al sufrido paciente le dieron las conclusiones de otro paciente y le dijeron que se cuidara de las drogas siendo él persona de naturaleza comedida y que por no tomar no tomaba ni gaseosa. Pero claro, muchos resultados de tests pasaron por la impresora de la consulta esa mañana y un despiste al grapar separatas de análisis perfectamente sistematizados por la computadora lo tiene cualquiera.
¿Qué qué quiero decir? Pues que los médicos ya no miran al paciente, sino las preguntas que su pantalla les dice que tienen que hacerle; que los psicólogos empiezan a considerar la voz del paciente una molestia intolerable existiendo los tests y los tratamientos protocolo-mecanizados; y que me aterra que los mediadores, tan jóvenes e ingenuos aún como profesionales, acabemos cayendo en la misma estúpida paradoja en la que acaban cayendo el resto de disciplinas que trabajan con lo subjetivo: prescindir del objeto mismo de nuestro trabajo, los propios sujetos para los que se supone que trabajamos.
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