El calor puede hacer estragos en nuestra capacidad para mantener la calma. Los chiringuitos con sus cañas y tintos de verano ayudan a paliar dichos estragos, que duda cabe. Hoy os quiero hablar de un conflicto que pudo haber acabado de una forma y que acabó de otra, una historia entre cervezas, tapas y animales marinos inesperados. Hoy os quiero hablar de mediación pero sobretodo de humanidad, de la falibilidad de los humanos y de como la mayor parte de las veces la bondad de la gente está ahí esperando para manifestarse si somos capaces de darle una oportunidad al diálogo.
Este agosto ha hecho muchísimo calor y servidor ha tenido la suerte de estar veraneando al lado de la localidad donde se registró el pico más alto de temperatura. El caso es que la playa estaba impracticable: demasiado sol y demasiada gente (y eso que es un lugar muuuucho más tranquilo que la media). El agua del mar estaba para echarle fideos. Estar tumbado al sol era un suicidio y sumergirse en la sopa servía de poco. Pero ya se sabe, a perro flaco todo son pulgas. Resulta que por vete tú a saber que fenómeno climático-ecoesotérico hemos sufrido también este verano una plaga de mantas-raya. Y la verdad es que es un animal precioso, elegante e hipnótico en su aerodinámico deslizarse, pero ver una de estas tamaño king-size pasar a escasos centímetros de tu hija de dos años frente a la orilla de la playa tranquilizador, lo que se dice tranquilizador, no es. La manta raya es un animal de naturaleza curiosa y no tengo nada que objetar al respecto. Pero también es sabido que goza de un eficaz mecanismo de defensa en caso de ser importunada, a saber, un «simpático» aguijón ubicado en el primer tercio de su extensísima cola. Y claro, en alta mar pues no las vas a molestar. Pero les estaba dando por pasearse por la orilla y el monstruo neurótico que llevo dentro se vino arriba: empezaba a temer que la combinación del gusto por el chapoteo de mis hijas junto con mis pocas dotes como equilibrista sobre piedras resbaladizas pudiera provocar la desagradable circunstancia de importunar accidentalmente al simpático elasmobranquio. Para acabar de completar el cuadro neurótico-paranoico un amigo del que os hemos hablado en algún artículo, experto en cosas del mar y en dramatizar (no en vano es actor), nos describió con detalle los efectos de la picada de manta raya y los horribles dolores que acarrea tocarle las narices al susodicho bicho.
Total, que hacía mucha calor, el baño resultaba menos agradable de lo deseado, la incomodidad hacía mella en todo nuestro numeroso grupo (solemos veranear varías familias en austera comunidad, como si fuésemos amish pero con vicios) y necesitábamos huir del fracaso en el que se estaban convirtiendo nuestras anheladas vacaciones. Creamos un comité de crisis y se tomaron dos decisiones estratégicas:
1-Peinar la zona en busca de ventiladores para los apartamentos (tuvimos que ir muuuuuuuy lejos para encontrar un lugar donde no se hubiesen agotado las existencias)
2-Reducir drásticamente el tiempo destinado a la playa para incrementar proporcionalmente el tiempo destinado a la terraza del bar.
El despliegue de nuestra estrategia fue un éxito. Ventilador mediante, empezamos a dormir alguna hora por la noche y empezamos a gozar de la tranquilidad de ver las mantas raya desde la barrera: nuestro numeroso grupo llenaba día sí y día también la terraza de uno de los bares de la localidad.
¿La confianza da asco?
Cuando uno pasa tanto tiempo en un sitio pues se va tomando confianzas. La dueña y las camareras del bar nos parecían ya como de la familia:cuando te mueres de calor, a alguien que te trae cerveza fría y una sonrisa solo lo puedes querer mucho. El caso es que sin saberlo se trascaba la magedia: nuestro numeroso grupo no llegaba siempre a la misma hora, ni todos de golpe, ni nos marchábamos todos a la vez, por lo que a veces resolver el sudoku de pagar la cuenta se convertía en una tarea digna de asesor fiscal de futbolista.
Y entonces llegó el día. Tal vez hacía más calor o tal vez no, mantas rayas seguía habiendo, eso sí. Unos amigos fueron a pagar y por lo visto hubo algún lío con la cuenta. El caso es que la dueña del local le habló mal a mis amigos: les dijo que ya estaba bien, que eso era un despiporre, que no sabía quien había pagado y quien no, que muchos días se quedaban cosas sin pagar. Mi amigo (que había trabajado en la hostelería) le contestó que en todo caso el hecho de tener bien anotado lo que cada uno debía era responsabilidad del establecimiento, pero sobretodo le pidió que no le calentase (más) la cabeza y que le dijese cuanto debía pagar. Después, en un cónclave secreto estuvimos haciendo cuentas y resulta que acabamos pagando alguna cosa dos veces: es decir, habíamos pagado de más y encima la dueña del establecimiento nos había tratado mal. Nos sentimos tremendamente indignados. Como grupo nos sentíamos conminados a tomar una determinación. He aquí los relatos que concursaban por imponerse:
-Relato del orgullo y la dignidad (defendido por la mayoría de mis amigos): este relato sostenía que no teníamos por que aguantar el maltrato que nos dispensó la dueña del bar. Que éramos buenos clientes, que íbamos cada día desde hace un montón de veranos a ese establecimiento, que hacíamos mucho gasto porque éramos muchos y algunos con mucha sed siempre, que la tipa nos achacaba a nosotros una responsabilidad que le tocaba a ella, que si era una inútil era su problema y que se fastidiase, ya que se iba a quedar sin unos excelentes clientes.
-Relato de la necesidad de cerveza fría por encima de todas las cosas (defendido por un servidor): este relato sostenía que en esa playa sólo había dos bares, y que el otro ya lo habíamos vetado por otra ofensa hace unos años, por lo que si vetábamos también este nos quedábamos sin cañas lo que quedaba de vacaciones. Mi propuesta era volver a ir como si no hubiese pasado nada y que salga el sol por Antequera.
Desenlace
Pues el desenlace fue bonito, que narices. No diré emocionante para no exagerar más de la cuenta, pero sí que fue inesperado. Todos fantaseábamos con lo peor: nos volverán a tratar mal, como nos digan algo se va a liar, incluso algunos imaginaban maltratos más escatólogicos que prefiero no nombrar. Lo que nadie imaginaba es que se disculpasen. El más optimista, que era yo, me conformaba con que reinase la indiferencia, el disimulo, el aquí no ha pasado nada. Pero no. Lo que sucedió es que tal y como nos sentamos se acercó una de las camareras y nos pidió disculpas: nos dijo que lamentaban el malentendido del día anterior, que este verano estaba todo el mundo muy nervioso y que nos invitaban a unas tapas. Mis amigos estaban estupefactos y yo también. Me sentí reconfortado y extrañado y empecé a hacerme preguntas: ¿por qué todos dábamos por hecho que nos iban a tratar mal? ¿Por qué nadie confiaba en una disculpa? ¿por qué tantas veces, ante un conflicto, nos imaginamos al otro como un monstruo mucho peor de lo que es e incapaz de hacer nada bueno?
Analizando el conflicto
Me parece interesantísimo el proceso mental que nos embargó cuando se desplegó el conflicto. Me gustaría compartir algunos elementos a vuelapluma:
Construcción de posiciones: cuando empieza el conflicto en nuestro cerebro construimos posiciones para defendernos, por lo que nos parecían amables señoras se convirtieron en terroríficas brujas en nuestra imaginación, la barrera entre nosotros y el otro era insalvable, solo nosotros podíamos tener razón. Es la lógica del debate posicional: blanco/negro, bueno/malo, nosotros o ellos.
MAAN (Mejor alternativa a un acuerdo negociado): importante analizarla para motivar a las partes en conflicto a negociar. En este caso nosotros éramos muy buenos clientes, hacíamos mucho gasto y podíamos hacer mala publicidad del local. Por otro lado, nosotros no teníamos otro lugar a donde ir. A las dos partes nos interesaba superar el conflicto.
La narrativa, los relatos y nuestra capacidad de inventarnos la realidad: cuando no conoces al otro te lo inventas. Si te gusta una chica o un chico y no has hablado nunca con él/ella te lo vas a inventar lleno de virtudes porque tu ilusión te lo exige. Cuando te enfadas con alguien a quien tampoco conoces mucho (puede ser un vecino, un extranjero de otro color o una colectividad entera) te lo inventas para mal. Ante el hecho desencadenante del conflicto empezamos a atribuir horribles características a nuestras interlocutoras, totalmente opuestas a las «maravillosamente maternales» características que les habíamos atribuido antes. Una vez se produce la disculpa, nos volvemos a inventar que nuestras interlocutoras son realmente majas.
La humildad se demuestra fallando: admitir un error es aceptar que no somos perfectos y eso es extraordinariamente bueno. Admitir errores, ser falibles y reconocerlo, es precisamente lo que nos devuelve la humanidad y nos hace dejar de ser monstruos para el otro. Un humano es alguien que falla a veces y es capaz de reconocerlo, es alguien mortal y por lo tanto vulnerable. ¿Qué nos pensamos que somos cuando nos consideramos infalibles y no toleramos los fallos en el otro? Me tortura esta pregunta, lo reconozco.
Toda paz empieza por un acto incondicional: esto me encanta decirlo y es en lo que más creo en esta vida. Cuando dos partes están enfrentadas todo se condiciona porque todo se desconfía. Hacer un acto incondicional rompe esa dinámica diabólica y permite que nazca una nueva dinámica donde podemos ejercer la bondad. Nuestro acto fue muy sencillo: volver a ir al día siguiente, como gesto de confianza y de que para nosotros no era para tanto. El suyo fue muy sencillo también: pedirnos perdón y ofrecer una reparación. Todos nos sentimos aliviados. Güin-Güin!
¡Me encanta lo del acto incondicional! Nunca lo había llamado así; en mediación suele ocurrir esa transformación tras escuchar al otro, y solemos atribuirnos el mérito los mediadores. En este caso, nadie había hablado antes, fue un gesto, si bien en este caso fue el gesto de un mediador bien entrenado, los mediadores (y también los directores de cine americanos) sabemos que las personas son capaces de hacerlos, y aún así nos quedamos maravillados cuando ocurre. Nos quedamos maravillados de la condición humana. ¡Realmente emocionante el relato! Muchas gracias.
Muchísimas gracias por el comentario Nati, me encanta que te entusiasme este punto porque para mi es la clave de muchas cosas. Estoy literalmente obsesionado con el manejo de la «incondicionalidad» en las sesiones de mediación: como ayudar a que la incondicionalidad se produzca sin provocarla/manipular, puesto que si es a instancia nuestra pierda la espontaneidad y entramos en una paradoja. Lo que pienso a día de hoy es que se trata de favorecer el mejor contexto posible para que se produzca por si misma y las partes puedan conectar con su generosidad. ¿Se como se hace eso? Tal vez, a veces pasa. ¿Se explicar como se hace? Que difícil sin vivirlo directamente, sin estar, de alguna manera, iniciado en la gestión de conversaciones ajenas. Da para muchos posts este tema. Un abrazo!
No ens hem de desempellegar mai del nostre esperit mediador, no és tant sols una feina,és una actitud davant la vida.
Això que dius Maite ho penso casi sempre: però de tant en tant també es necessari treure’ns una mica de pressió i deixar anar certa agressivitat (sense fer mal a ningú) per que si no els que sempre adoptem aquesta actitud acabem amb mal d’esquena. Una abraçada!