Canta Homero que poco antes de iniciarse la guerra de Troya—a principios del siglo XI aC—tuvo lugar un banquete de bodas en el Olimpo para festejar el matrimonio entre el héroe Peleo y la nereida Tetis. Al convite, organizado y presidido por Zeus, fue invitada la flor y nata del panteón helénico, con una lamentable excepción: Eris, diosa de la discordia, no recibió la participación de boda, sin que faltasen, a decir verdad, razones para ello.
Era Eris deidad de mucho carácter, en parte quizá debido al antiguo abolengo de su presunta madre, Nyx, diosa de la noche, de excepcional belleza, vaporosas apariciones y temible poder, quien la habría concebido sola o bien junto con Érebo, dios primigenio de las sombras profundas; en parte quizá porque persistía el rumor entre los olímpicos de que sus auténticos padres eran el propio Zeus y su esposa y hermana Hera.
Eris – Vajilla ateniense (s. VI aC)
Era Eris también divinidad fecunda: madre de Disnomia—o Anarquía—, de Ate—o Fatalidad—, de las Hisminas—o Disputas—y así hasta catorce malhadadas personificaciones de la desgracia humana que con gran éxito evolutivo se esparcieron por la tierra.
Fuera por la ausencia de figura paterna, fuera por la sospecha de una filiación vergonzosa, fuera por la fatiga de criar tan numerosa prole, fuera en suma por la conciencia de pertenecer a un linaje merecedor de preces y mercedes, el enfado de Eris por su exclusión del convite le condujo a planear una venganza acorde con sus potestades divinas: dirigió sus pasos al Jardín de las Hespérides donde, en un pomar, crecía un manzano que Gea, antigua amante de Zeus, había regalado a Hera con ocasión precisamente de su boda con aquél. De este frutal recolectó una manzana dorada, la de la discordia, y con ella se encaminó al condumio nupcial.
El Jardín de las Hespérides
Frederic Leighton (1892)
Se estaba celebrando éste a plena satisfacción de los asistentes cuando irrumpió Eris. Su sola aparición provocó un silencio embarazoso: dioses, deidades y semidioses quedaron a la espera de sus palabras, presumiblemente poco festivas. Eris, sin embargo, no profirió ninguna; se limitó a mostrar la manzana a los convidados y, acto seguido, la arrojó sobre la mesa presidencial. En la áurea piel aparecía la siguiente escritura grabada: καλλίστῃ, “a la más bella”. Hecho esto, fuese, y quedó la manzana.
El ambiente de regocijo se desvaneció de inmediato. La fiesta se había ido al traste: cesó la música, las hetairas fueron retiradas, los novios, orillados. Un quedo murmullo, primero, y una algarabía ensordecedora, después, resonaron en la sala. Todos hablaban con todos, y todas miraban el pomo dorado sumidas en la duda y en la congoja, en el ansia y en el retraimiento. Pero tres pares de ojos fijaban su vista con más determinación, y desplazaron cualquier otra nominación posible: Hera, reina de los dioses, proclamó su candidatura; Atenea, diosa de la sabiduría, presentó la suya; y Afrodita, diosa del amor, hizo lo propio.
Llegado el rien ne va plus, cerrada la admisión de nuevas posturas, las tres competidoras y, con ellas, todos los presentes, sometieron a Zeus la decisión sobre el destino del envenenado obsequio. Pero Zeus era perro viejo, buen conocedor tanto del público como de las artistas, pues no en vano había engendrado o había fecundado a buena parte de las presentes. La paz del convivio había sido irremediablemente reemplazada por un conflicto que un espectador poco avisado habría considerado banal y de sencilla resolución; un dios de dioses, sin embargo, percibía el tóxico efluvio que emanaba del lozano fruto, así como anticipaba las domésticas querellas que su decisión podía comportar, fuese cual fuese.
Zeus estaba habituado a hacer y deshacer, raptar y seducir, intervenir o ausentarse, engendrar y repudiar según su divina voluntad en cada momento, sobrellevando cuando correspondía las consecuencias de sus desenfrenos y correrías. Con estoicismo había soportado una anterior rebelión de Hera, que se había confabulado para destronarle junto con otros Olímpicos, por su irrefrenable comportamiento. Pero en esta ocasión, el motivo de discordia no le incumbía.
Estatua de Zeus
En esa tesitura, frente a un problema irresoluble que amenazaba con interferir en su sosiego, Zeus enseñó un camino a la posteridad: ante un conflicto insoluble, traspasar la responsabilidad de su resolución puede ser una decisión sagaz para el obligado en primer término.
Zeus recordó entonces a un joven príncipe pastor de Troya, llamado Paris, hijo del rey Príamo y de Hécuba, su esposa. Habiendo sido fundada la familia real troyana por un hijo habido por el propio Zeus—uno más—con la pléyade Electra, Paris era a su vez su descendiente. Y, como no podía ser menos, su nacimiento e infancia fueron tortuosos: estando Hécuba embarazada soñó que daría a luz una antorcha que incendiaría la ciudad. Su hermanastro Ésaco, que era oniromante—tenía el don de interpretar los sueños—y acabó extrañamente sus días metamorfoseado en somormujo, dictaminó que el fruto de su vientre acarrearía la destrucción de Troya, y aconsejó el infanticidio del recién nacido, pero su madre no fue capaz de llevarlo a cabo.
Príamo encomendó a uno de sus pastores, Agelao, que se encargará él de dar muerte al neonato, instrucción que como todas las semejantes impartidas en supuestos famosos de la Antigüedad, fue a la postre desobedecida: Agelao abandonó a Paris en el monte Ida, pero rauda acudió una loba a amamantarlo, como es uso, y cuando al cabo de un tiempo el mayoral regresó al lugar y lo encontró vivo, se lo cargó al zurrón—pēra, en griego, de ahí el nombre del retoño—y se lo llevó a vivir consigo.
Mientras hizo vida de rabadán, Paris demostró gran inteligencia. Su belleza, al decir de los poetas, le permitió entrar en relaciones con la oréade Enone, y como entretenimiento se dedicó a organizar espectáculos de lucha de toros, apostando una moneda de oro por la victoria del suyo. Cuando su astado hubo vencido a todos los toros de la vecindad, Ares, el dios de la guerra, quiso también desafiarle, y convertido en cornúpeta derrotó al toro de Paris. Éste le abonó sin rechistar la suma convenida, pese a que era dudoso considerar que un dios encarnado en miura cumpliese unos requisitos mínimos de equidad en la lid; pero Paris conocía el humor del contrincante y prefirió evitar su embestida.
Esta decisión fue juzgada juiciosa en el Olimpo, de ahí que Zeus lo eligiese para la tarea arbitral de la que él mismo dimitía. Al efecto comisionó a su mensajero Hermes para que le entregase la manzana y, con alivio, envió a las diosas al monte Ida para que se sometiesen al veredicto del troyano.
Hallábase este a la sazón junto a un manantial apacentando su rebaño cuando se le aparecieron las tres candidatas. Paris, al verlas ante sí, no supo por cuál decidirse. Las diosas, por su parte, que no estaban dispuestas a demorar más una decisión que cada vez les resultaba más inexcusable, se desvistieron y desfilaron ante el titubeante pastor. Comoquiera que una impresión general no rompiese el empate, se aproximó a cada una de ellas al efecto de constatar si algún detalle decantaba la balanza. Durante el pormenorizado examen, cada candidata le expuso los favores que estaba dispuesta a concederle en caso de resultar elegida: Hera le propuso el dominio de Europa y Asia; Atenea, sabiduría e invencibilidad en la guerra; Afrodita, el amor de la mujer más bella del mundo, que por entonces era Helena, esposa de Menelao, rey de Esparta.
Juicio de Paris por Enrique Simonet (1904)
Paris se decantó por Afrodita y le entregó la manzana de la discordia. Con ello se granjeó su favor, y el odio enfervorizado de las derrotadas. Viajó a Esparta con un pretexto fútil, sedujo o raptó a Helena, la condujo consigo a Troya donde fue reconocido por sus padres y se incorporó a la vida palaciega. Menelao, descontento con lo sucedido, convocó a todos los griegos para reparar el ultraje y, lograda la unión de las fuerzas helénicas bajo el mando de Agamenón, se organizó una flota—las famosas naves negras—para el rescate, o nuevo rapto, de Helena.
Con ello se inició la guerra de Troya: largos años de continua contienda y un baño de sangre en el que perecieron infinidad de héroes de la Antigüedad: Aquiles, Héctor, Áyax, Patroclo, Pentesilea, Memnón o el propio Paris sucumbieron junto a miles de hoplitas anónimos. Las diosas implicadas en su génesis, así como Zeus y otros dioses, intervinieron de manera arbitraria e inconstante en el curso bélico, puesto que otros asuntos atraían su atención, y la obsesión por la manzana fue dando paso a nuevas y más amenas obsesiones.
Helena, tras varios matrimonios y amoríos—alguno con un hijo propio—volvió a reinar en Esparta junto a Menelao como si nada hubiera sucedido. Troya quedó arrasada y sus ruinas quedaron cubiertas durante casi tres mil años, hasta que Schliemann las excavó a fines del siglo XIX.
La derrota de Troya y de la población hitita que la habitaba sometió el Egeo, el Bósforo y los Dardanelos al dominio griego y determinó, por tanto, la preponderancia de la cultura helénica frente a las asiáticas. La otra fuente histórica de nuestra civilización, la romana, también derivó del Armagedón troyano: uno de los héroes supervivientes de la derrotada ciudad, Eneas, logró sustraerse al invasor y tras numerosas peripecias se estableció en el Lacio italiano. Rómulo y Remo se cuentan entre sus descendientes. El disgusto de Eris, por tanto, culminó con la fundación de Roma: de ahí que esta entrada esté escrita en un dialecto del latín.
El relato que acabamos de hacer nos ofrece algunas claves sobre la relación primigenia del ser humano con el conflicto, y no es difícil extraer de ella algunas enseñanzas prácticas o, si se prefiere, alguna moraleja.
No meterse en camisa de once varas
La primera, ya comentada, es que no hay que privilegiar el hallazgo de una solución a una situación conflictiva frente a otras posibles alternativas que puedan presentarse. Zeus, prácticamente omnipotente, evita inmiscuirse y delega el juicio que se le exige a otra instancia, sustrayéndose así a las consecuencias indeseables de cualquier decisión que hubiese tomado.
Evitar el síndrome del árbitro
La segunda es que cuando se nos delega la responsabilidad de encauzar una situación conflictiva no se nos está haciendo ningún favor, generalmente, por mucho que se nos halague al hacerlo. Los costes por encargarse de ello pueden ser elevados, y en consecuencia es aconsejable sopesar muy cuidadosamente de qué conflictos aceptamos encargarnos a título gratuito, y hacerlo sólo en aquellos casos en que un deber moral nos lo imponga.
Considerar el carácter inflacionario de los conflictos
En tercer lugar merece reseñarse cómo una discordia que en su inicio es casi intrascendente para el observador imparcial, tenderá frecuentemente a seguir un proceso inflacionario hasta fagocitar incluso al citado observador. Este es un hecho repetido en la historia: el asesino del archiduque Francisco Fernando no podía suponer que su acción iba a desencadenar una guerra mundial con treinta millones de muertos.
Descartar juicios categóricos
Paris no tenía una buena decisión. Tampoco una mala. En la posición en que estaba, una vez acepta la tarea que le delega Zeus, lo mejor que podía hacer es lo que hizo: guiarse por sus gustos y apetencias. Es cierto que su decisión provocó la ruina de Troya, pero también es cierto que dicha ruina fue condición necesaria para la creación de Roma. No podemos prever los efectos a medio plazo de las decisiones que tomamos.
Declinar el conflicto ajeno
Zeus, Eris, Atenea, Afrodita y las demás divinidades tienen durante un tiempo una participación activa en el conflicto: lo crean, lo determinan, lo traspasan con alegre inconsciencia. Cuando llegan las consecuencias aflictivas—el baño de sangre—ellos están ya en otras historias; los mortales quedan trabados mental y físicamente a un conflicto que en origen les era ajeno. Hay que ser cauto, por tanto, ante conflictos creados por otros, pues normalmente sus creadores estarán en otros menesteres cuando la disputa llegue a las manos.
Mijaíl Románkov
Nota sobre el autor: Nuestro invitado es cosmonauta virtual e insomne, abogado elocuente, lector voraz;en esta época en la que están de moda los todólogos, él es probablemente la única persona que conocemos que podría ejercer como tal con justicia. De conversación amenísima y temática universal, nos asusta y alucina con su conocimiento vasto y variado. Y nos inspiran sus personales e intransferibles conclusiones.
¡Cuidado con la esencia narrativa que desprende ese texto! Me encanta la mitología griega y mucho más cuando se encuentra un paralelismo con la profesión. Felicidades al autor del artículo y anfitriones del blog, ¡muy buen contenido!
Es que eso es lo que me parece alucinante, los psicólogos no hacemos más que redescubrir conceptos que estaban perfectamente explicados hace siglos!