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Esfuerzos en la tercera fase

14 de junio de 2019 por Eve-line Deja un comentario

En esta ocasión publicamos un artículo que nos ha remitido una fiel lectora del blog desde sus inicios. Nos lo ha presentado bajo seudónimo y así lo publicamos. Al final del artículo, tenéis la nota biográfica que ella misma ha remitido. 

Por Wyrginya Buuff  

En el artículo anterior del blog se hablaba de Harvey Specter, de sus problemas y de sus caídas. De sus ataques de pánico y de su introspección. De lo que el personaje podía explicarnos. Hoy queremos seguir hablando del mismo asunto y habíamos pensado hacerlo examinando más detenidamente el estrés, la depresión y el abuso de tóxicos. Pero luego hemos pensado que eso era empezar la casa por el tejado.

Así que para seguir hablando de Harvey Specter, vamos a recordar a nuestras abuelas. Vamos a recordar, para ser precisos, a mi abuela.

Mi abuela era como otras muchas abuelas. ¿Recordáis a las vuestras? Muchos las habréis conocido. Algunos habréis tenido abuelas clásicas, la avia hispanica, ya casi extinta pero hasta hace poco endémica en nuestra península: eran abuelas o muy delgadas o muy gordas, vestidas con prendas repetidas año tras año, encuentro tras encuentro, de corte impreciso, con estampados abstractos que se borraban de la memoria nada más verlos; coronaban su figura con un cabello corto o un moño exiguo, cano o teñido precariamente, híspido, anodino. Con los años se enfundaban en el luto y aplastaban sus cabellos contra el cráneo. En sus manos, el olor a cebolla. La cadeneta fina con un crucifijo. Las gafas de país en desarrollo. Los zapatos de muerto. Un delantal fino, como de oreja de gato, de algodón nacional, ligero y sempiterno. España estaba llena de abuelas de este tipo, criadas en pueblos, trasplantadas a grandes ciudades o a capitales de provincia donde caminaban trabajosamente, de mirada apagada y oído insensible. Parecían ver sombras y escuchar ruido.

Agua de borrajas

Recuerdo a mi abuela en un huerto que tenía a las afueras de Teruel, sentada en un taburete bajo, encorvada, limpiando y pelando borrajas que extraía de un interminable capazo. Recuerdo sus dedos regordetes recubiertos de la pelusilla irritante de los tallos. Los surcos de su rostro eran tan profundos que el polvo se introducía en ellos y cuando, por cualquier motivo, alguna de sus facciones se estiraba, se veían unos regueros negros, líneas de pensamientos desconocidos. La recuerdo cualquier mañana de las vacaciones de Navidad, en su cocina sin electrodomésticos, preparando tortetas de cordero, con el delantal bermejo de sangre, en silencio, confeccionando la masa de esa vianda vampírica. La recuerdo en el saloncito, en una butaca minúscula en la que apenas entraban sus amplias posaderas, bordando un tapete, o un recogedor de cortinas, o una sobremesa, o un respaldero de sofá o alguna otra labor de finalidad inverosímil –recuerdo encajes para envolver el soporte del papel higiénico o para cubrir la llave del gas: infinitos arabescos bordados con ojo miope que colonizaban la casa y en los que nadie, jamás, que yo viera, reparó.

La recuerdo ya muy anciana y viuda, asolada por incontables dolencias, cada articulación un martirio, cada paso un calvario, sentada en una silla con la mirada perdida quién sabe dónde: quizá en su infancia en el pueblo, en la montaña, rodeada de animales, piedras y moscas, bajo un frío glacial o un calor abrasador, apacentando cerdos o espigando los campos; quizá en su mocedad, cuando en la fiesta mayor acudía alguna orquesta a animar con pasodobles los rituales del apareamiento rural: entonces no podía saber que pocas décadas después aquel pueblo sería un amasijo irreconocible de ruinas y abandono, un conjunto de edificios con los tejados hundidos, con las callejas enzarzadas por la maleza, con la iglesia saqueada: ventanas, tallas, altar, retablo y capiteles; el topónimo borrado de los mapas y los nombres de las casas, con sus evocaciones de intrahistoria, olvidados.

Pero aún en la decrepitud trataba de levantarse en cuanto aparecía alguien por su casa, pasar un estropajo, zurcir una pañoleta, alcanforar un armario. Seguían saliendo de sus manos tortillas de patatas, coladas almidonadas, sábanas planchadas, zapatos embetunados. Si no le alcanzaban las fuerzas, se quedaba en su butaca de juguete, musitando rosarios o letanías, cabeceando, encogiéndose de hombros, indiferente a todo.

El transcurso del tiempo y las modificaciones en la estructura económica nos permiten examinar a estas abuelas con una perspectiva que perdemos cuando nos examinamos a nosotros mismos o a nuestros coetáneos. Evidentemente, nos referimos a un determinado fenotipo de abuela, a una abuela arquetípica, que puede no ser vuestra abuela concreta, pero que es la que ha trasladado la vivencia, la literatura, el cine y el recuerdo de una época. Son abuelas de negativo kodakfilm.

La fuerza del desatino

Uno de sus rasgos más característicos era su vocación para el esfuerzo. Mientras mantuvieron la salud, aunque fuese precariamente, las abuelas eran consideradas omnipotentes, capaces de digerir los mayores sinsabores de la existencia, de una renuncia total, del desarraigo, de paellas para cuatro, para seis, para ocho, para doce. De fregar platos continuamente durante las vacaciones. De cuidar a los nietos, recogerlos del colegio, prepararles la merienda. De atender a los enfermos. De no emitir una queja. De participar en todos los sufrimientos familiares con rictus de dolor. De aceptar silencios. De formar parte del mobiliario. De contribuir con su pensión a complementar los ingresos de sus descendientes: de los hijos haraganes, de las nueras fibromiálgicas, de los yernos deprimidos. Pagaron hipotecas, letras del coche y festivales en Benicásim.

Luego se murieron sin más y fueron sepultadas inmediatamente en el recuerdo, junto con sus ortopédicos zapatos negros. En los velatorios se exhalan suspiros de alivio. Se procede con celeridad a las exequias y se blanquea su existencia: «Nunca tuvo que trabajar», «Nunca le faltó de nada», «Pudo disfrutar de sus nietos», etc. Los deudos se dicen unos a otros «¡Ahora ya sí que descansa!», «¡Cómo se echarán de menos sus croquetas!» En una esquina de sala mortuoria un grupo de abuelas supérstites musita rosarios y letanías, cabecea y se encoge de hombros. En el ataúd se ve un rostro irreconocible, minúsculo, como encerado. Algún valiente entra a echar un vistazo: «¡Parece un pajarico!», exclama al salir, pero todos hacen como que no le oyen, incomodados.

Sabor agrioagrio

Estas abuelas no siempre lo fueron y cabe suponer que no nacieron abnegadas. De entrada, debieron de tener el mismo afán de vivir que cualquier hijo de vecino. Sus sentidos, completamente adormecidos cuando las conocimos –cataráticas, inmunes al aceite hirviendo, duras de oído –debían de entrar en contacto con el mundo y percibir su variedad. ¿Os imagináis la sexualidad de vuestras abuelas? Tremendo pensamiento. Tremendo destino el de muchas de ellas en estos aspectos sensoriales. Vidas en conserva. Sus anhelos individuales, su romanticismo, su vocación de saber y de entender, debían de ser los propios del ser humano. Pero no era ese su destino.

Su destino era esforzarse. Y a cada nueva obligación que asumían, sus allegados descargaban un poco más las propias. Si sus desvelos eran ensalzados lo eran para reforzar sus nuevas obligaciones, para consolidarlas. ¡Qué bien cuida la abuela a los nietos! ¡Qué rico el pollo al chilindrón! ¡Quiero repetir! A todos les estaba permitido tener cambios de humor, realizar actos irreflexivos, quebrantar las normas, desafiar los mandatos. A las abuelas, no. Las abuelas debían seguir forzosamente su rumbo de colisión con su propia individualidad hasta diluirse en la despersonalización y convertirse en una función auxiliar.

A medida que van pasando los años el camino que conduce a nuestras abuelas se va ensanchando. Con una diferencia evidente y es que nuestra vida está mucho más imbricada en la economía regulada que la de nuestras antepasadas y, por razón de las necesidades sociales inherentes a nuestro papel presunto, nuestros peinados son distintos, no olemos siempre a cebolla, ni llevamos zapatos de muerto.

Pero al igual que ellas podemos acabar siendo un mero receptáculo, un frontón, un palo de almiar. Abuelas del siglo xxi. Al igual que Harvey, absorbidas por nuestro trabajo. A cada nuevo esfuerzo por cumplir con nuestras obligaciones, nuevas obligaciones se situarán más allá de nuestro inmediato alcance obligándonos a un nuevo esfuerzo. Los deberes laborales se sumarán a los que tradicionalmente desempeñamos con la exacerbación propia de nuestra época: madres implicadas en la crianza, hijas cuidadoras de padres envejecidos, cónyuges comprensivas con las altas responsabilidades de nuestra media naranja. Un aspecto cuidado que disimule la imparable expansión de nuestro abdomen, unas vacaciones dignas de Instagram, un consumo responsable y una basura separada por materiales reciclables.

Harvey Specter desarrolla su actividad de acuerdo con la cultura norteamericana: el hombre hecho a sí mismo capaz de elevarse en la escala social gracias a su esfuerzo, a su tesón y a su arrojo. La actividad frenética le reporta copiosos ingresos y le convierte en un ciudadano modélico, un ejemplo de la vigencia del sueño americano.

Sin embargo, en nuestro caso, nuestro acervo cultural no es el estadounidense. Nuestros antepasados no fundaron ciudades en el Lejano Oeste, no roturaron tierras vírgenes, no se mezclaron en Chicago o Nueva Orleans ni fueron gángsteres, no crearon el mito de Marilyn, no llegaron a la Luna ni fueron el faro de las libertades en el mundo. Nuestros ancestros son nuestras abuelas. Su caudal relicto, además del piso del Instituto de la Vivienda, consiste fundamentalmente en unos mandatos que proceden de nuestro pasado rural, de una espiritualidad beata, de una multisecular carestía, del opresivo orden social de la aldea, del rencor guerracivilista y de una sociología piramidal, como de castas: el terrateniente sobre el jornalero, el varón sobre la mujer, el aristócrata sobre el plebeyo. El de Harvey es el Nuevo Mundo. El nuestro es el Viejo.

Abuelita dime tú

Los mandatos de las abuelas, ya anacrónicos en vida de estas, están en nosotros transformados por el paso del tiempo y el filtro de nuestros padres, con contornos imprecisos, como reflejados en un espejo deformador, sobrevolando nuestras decisiones y nuestra cosmovisión. Damos por hecha la incuestionabilidad de las estructuras que determinan nuestra existencia: las formas de familia, los modos de crianza, el acceso a la propiedad inmueble, el prestigio del trabajo, el valor intrínseco del esfuerzo. La separación, el desempleo, el alquiler, el ocio vienen acompañados de pésames y rostros contritos.

«Me he divorciado…»

«¡Ay, cuánto lo siento!»

O bien:

«Mi hija quiere irse un tiempo a Berlín…»

«¡Pero si ahora van a salir plazas en la diputación…!»

O también:

«He dejado el trabajo, tenía unos ahorros y…»

«¿Y no te aburres todo el día sin hacer nada?»

O incluso:

«Me he alquilado un piso en el centro…»

«¡Alquilar es tirar el dinero!»

Son diálogos que dan por descontado un caudal de preceptos acerca de la vida virtuosa que presuponen unas determinadas formas de vida muy alejadas, sin ir más lejos, de las formas de vida que Harvey ha recibido como herencia cultural. Son diálogos que no solo mantenemos como receptoras, sino muchas veces como emisoras, inconscientes del trasfondo de nuestras propias palabras; y que también, continuamente nos dirigimos a nosotras mismas.

Y al final… Al final nuestra identidad se puede ir confundiendo con las funciones atribuidas. Dejarán de alimentarnos lecturas. No prestaremos atención a la música. Nuestros pensamientos no volarán en reposada conversación. No aprenderemos nada nuevo. Las palabras serán lugares comunes, conjuntos vacíos de campos semánticos. La estética del reality. Dejaremos de sentir el deseo sexual. Olvidaremos el romanticismo, la amistad, la camaradería y la vida social. «Este mes ha sido fantástico», diremos: «He tenido tiempo de hacerme las mechas».

Me bloqueo, me desbloqueo

En nuestros fragmentarios momentos de ocio solo nos quedará sumergirnos en el móvil, enviar unos emoticonos por aquí, unos emojis por allá. Un jijiji y un guiño. Un guapi y un cari. Corazones en píxels y besos por whatsapp. Consultar apresuradamente las portadas de los periódicos digitales a ver si de una vez revienta el mundo o, al menos, hay una tragedia que nos permita evadirnos un poco. Distribuir unos cuantos likes en Facebook y ver a los finalistas de Eurovisión. El conjunto vacío.

Nuestra sensibilidad a la culpa nos obligará a nuevos esfuerzos, a mantener el equilibrio cuando nuestro entorno se desestabilice, a servir de guía y amparo. Las horas y los días se pueden ir convirtiendo en un túnel que a cada paso se alarga. La luz al otro lado brillará cada vez más tenue, inalcanzable. Primero no se cumplirán nuestros deseos. Después dejaremos de tenerlos. Así de simple. Y correremos, correremos hacia esa meta cuyo contenido ya desconocemos, lidiando con nuestros trastornos digestivos, con las punzadas en la cabeza, con las contracturas en la espalda.

Asistiremos a un taller de mindfulness, y no alcanzaremos el bienestar beatífico de la instructora; saldremos de la clase de yoga y al subir al metro nos dolerá de nuevo un costado; escucharemos a nuestro coach y nos bloquearemos de impotencia y de fracaso; haremos incontables steps y bailaremos zumba, y nuestras cartucheras seguirán creciendo con las calorías del chocolate y del alcohol. Nos sentiremos culpables de tanta incapacidad. Culpables de tomarnos un whisky, de fumarnos un cigarrillo, de comernos las galletas del Lidl, de parar un instante.

Abuelita calla ya

Hasta que un día algo suceda en nuestro interior. Tengamos miedo y gritemos, empapadas en sudor. Se nos desorbiten los ojos. Tengamos el ataque de pánico. O no queramos levantarnos de la cama, seamos incapaces de transmitir movimiento a nuestros miembros. Tengamos una depresión. O nos salgan sarpullidos en la piel, se nos caiga el pelo, se nos nuble la vista. Somaticemos el estrés.

No es eso lo que queremos.

Queremos ser abuelas, si se tercia, de otra manera.

 

Sobre la autora

Wyrginya Buff es meditadora de conflictos. Se formó desde muy joven en el ámbito familiar, donde aprendió recato y apariencias. Obtuvo posteriormente una silenciatura y se especializó en derecho deprivado, a cuyo ejercicio inmoló varios años. Fue galardonada con el premio Menorgasmia otorgado por la asociación de esclavas de casa de Nadagoza y provincia. Es autora de varias cenas de Navidad, algunas en colaboración con su suegra. Sus artículos de menaje del hogar son muy populares. Tras no realizar ningún viaje al Nepal decidió trabajar doce horas al día y hacer de madre de todos cuantos la rodeaban, incluida su propia madre, hasta llegar el colapso. Actualmente aún tiene sus capacidades volitivas y cognitivas parcialmente conservadas.

 

Archivado en: Babel, Nos gusta Etiquetado como: abuelas, comprender, conflicto, empatía, mandatos familiares, psicología

Eve-line

Sobre el autor

Evelyn Segura, alias Eve-line, es abogada, mediadora y terapeuta familiar en formación. Madre, pareja, hermana menor e hija…

Puedes conocerla mejor visitando su archivo de publicaciones.

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