
Papá no soy tu hobby
Esta primera parte del post podría tener otros muchos títulos: Papá no seas hooligan, Papá no soy un minitú, Papa no soy Messi, Papá no quiero ser la primera bailarina del Bolshoi o Papá cómprate un bajo, vete a tocar con los colegas y déjame un rato. Vamos a ir entrando en materia: queremos hablar de ser hijo y de ser padre, hacer un paseo por los diferentes yos que vamos desarrollando a lo largo de nuestra vida, para intentar entender un poquito como nos sentimos en cada etapa frente a la mirada del otro. Para intentar conjurar, en la medida en que sea posible, nuestras incontrolables proyecciones. Empecemos con tres mini historias.
Tiempo muerto
El partido está muy igualado y tu hijo acaba de perder un balón agobiado por la defensa del rival. Vuestro entrenador pide tiempo muerto para dar instrucciones a los chavales. Cuando regresan a la pista descubres, mitad sorprendido, mitad enojado, que tu hijo se queda en el banquillo. No jugará los minutos finales. Mucho antes de llegar a la conclusión de que te parece una injusticia tu cuerpo ya ha reaccionado por ti: se te ha acelerado el pulso, se han tensado tus músculos, te has puesto de pie y con los brazos abiertos de par en par haces aspavientos hacia el banquillo, mirando con odio al entrenador. No llegas a insultarlo, pero sí que aprovecharás la derrota para malmeter con el resto de padres, criticando al entrenador, al club y hasta al conserje. Después, a solas con tu hijo, le dirás que esto no puede seguir así, que hay que buscar otro equipo donde sí que valoren sus infinitas cualidades (¿ocultas?). Este te mirará confundido. Quiere estar de acuerdo contigo pero para él no es para tanto lo que ha pasado. El siguiente día de entreno disfruta de forma incómoda, como si tuviese todo el rato una piedrecilla en el interior de la bota.
Árbitro comprao, pito regalao
Tu hija se escapa de su defensora con un regate increíble, se planta sola frente a la portera rival, arma su privilegiada zurda para patear con furia el balón y entonces una jugadora la derriba de un empujón. La árbitro no pita nada. Una furia casi bíblica te corroe por dentro, no puedes llegar a entender como esa “tipa” no lo ha visto, ¿acaso está ciega?. No te aguantas más, te metes prácticamente dentro del campo y gritas con furia a la colegiada toda una serie de insultos no reproducibles y una serie de invitaciones a que se dedique a sus labores domésticas o incluso a la profesión más antigua del mundo. En pleno delirio justiciero pareces haber olvidado que tu hija, además de tener solo 9 años y no estar jugando la final de la champions ni haber sufrido daño alguno, es también, mira tú por donde, una mujer.
Estrenus interruptus
Tu niña se ha preparado a conciencia la actuación. Le coincide con exámenes y con toda otra retahíla de compromisos adquiridos en las otras extraescolares en la agenda de proto ministra que acostumbra a usar, como tantos niños hoy en día. El baile saldrá precioso seguro. Has invitado a los abuelos y también a tus hermanos, estás orgulloso de ella y que coño (leches!), te apetece presumir de niña. Por eso no te puedes creer que cuando salen todas con sus preciosos trajes al escenario ella no esté en el grupo. Le ha podido el miedo escénico, es una perfeccionista y la presión se la ha merendado. Las siete cámaras de vídeo familiares preparadas se tendrán que conformar con grabar a desconocidas o ahorrar megas de memoria. Te sabe mal por tu niña, faltaría más, pero algo te corroe por dentro cuanto te mira con los ojos llorosos por miedo a haberte decepcionado y tú le mientes diciendo que no pasa nada, que todo está bien, mientras haces esfuerzos por esconder un enfado que sabes venenoso e injusto pero que se te escapa por las orejas. Para desgracia de todos a esa edad las niñas leen mejor las personas que las palabras.
Desdramatización, normalización y «mea culpa»
Sería muy fácil criticar a padres con conductas como las relatadas, facilísimo. Criticar de hecho es superfácil. Y además es reconfortante. Cuando juzgamos una conducta que nos parece de dudosa moral en «el otro» (no hablo de delitos flagrantes, eso es otra historia) erigimos además una especie de barrera imaginaria entre la conducta criticada y nosotros mismos, donde sin decirlo, así como quien no quiere la cosa, damos por hecho que nosotros estamos en el bando de los que «no hacen ese tipo de cosas». Y lamentablemente no es verdad.
A lo largo de mi vida he estado en varios de los papeles de las historias. He sido hijo en el que sus padres han depositado sus ilusiones y proyectado alguna frustración, soy padre que deposita ilusiones y proyecta alguna frustración, y he sido durante mucho tiempo entrenador de baloncesto y hasta ocasionalmente árbitro por accidente, recibiendo en carnes ilusiones y frustraciones por norte y sur.
No se trata de ser mejores que nadie, ni de establecer atalayas morales desde los que definir qué es lo mejor para un niño. Se trata de otra cosa. Se trata de hacernos preguntas y si estas preguntas nos ayudan a mejorarnos un poquito a cada uno el efecto mariposa hace el resto. Pero para hacerse preguntas primero hay que dudar, hay que asumir que no somos perfectos. Y para cambiar hay que asumir que hacerlo «bien» (¿qué narices significa hacerlo bien?) es imposible. No podemos hacerlo bien, porque hacer las cosas bien suena a hacer las cosas perfectas y hacer las cosas perfectas da miedo y paraliza, porque no en vano alcanzar la perfección es imposible. Pero si es posible mejorar.
Yo me he enfadado con mis padres y yo he criticado a padres de otros siendo entrenador. Y yo me he visto a mi mismo repitiendo esas conductas que critico haciendo ahora de padre. Nuestro yo va pasando por las diferentes máscaras a lo largo de la vida y nos toca equivocarnos y aprender con cada una de ellas.
Equivocarnos es obligatorio, forma parte del juego. No intentar aprender algo sería una pena, porque ese es parte del premio.
Ponerse en el lugar del otro
Se predica, se pide, se proclama, se enseña, se anhela, se promociona y aún y así cuesta (con perdón) un huevo. Este post va sobre la empatía. El otro siempre es un tipo muy raro. Por eso queríamos presentaros hoy un otro más familiar. El otro que eres tú siendo hijo o hija o tú siendo padre o madre. Porque creemos que ponerse en el lugar del otro puede ser más fácil si entendemos que el otro también seremos (o hemos sido, o podemos ser) nosotros mismos. Y ya que estamos, exprimamos los ejemplos y hagámosles preguntas a las historias del principio:
¿Qué creéis que sienten los niños de las tres historias ante la actitud de sus padres?
¿Qué creéis que les duele tanto a los padres que les lleva a actuar de esa forma?
Si tuviéseis que ayudarlos, ¿qué le preguntaríais a los padres (sin ofenderlos con la pregunta)?
Mediación, educación, revolución
Para nosotros la pregunta más poderosa que existe es la siguiente: ¿hay alguna cosa que podamos hacer de forma diferente?
Esto es lo que queremos aportar: una mirada desde la mediación que nos permita educar y educarnos de una manera nueva, revolucionaria.
Para nosotros la revolución no es cambiarlo todo, porque es imposible, ni romperlo todo, porque sería estúpido. La revolución es aprender a hacernos preguntas de verdad sobre algunas cosas para poder ser más conscientes. Nada más.
¡Y nada menos!
Deja un comentario