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El día del padre

22 de marzo de 2018 por FarriLi 8 Comentarios

 

 

Por la mañana

Son las 8:54. Tengo 6 minutos para llegar al colegio antes de que cierren la puerta. Mi hija mayor odia llegar tarde. En ese preciso instante una fragancia turbadora me advierte de que las cosas no serán tan fáciles. Mi hija pequeña sonríe aliviada: lo que tenía que hacer lo ha hecho, y lo ha hecho precisamente AHORA. Tengo cinco minutos para cambiarle el pañal, convencerla para que se ponga la chaqueta y se suba al cochecito sin protestar. Mientras corro hacia la cocina con la peque en un brazo y «el premio» delicadamente envuelto en el otro en busca del cubo de la basura, le suelto un par de berridos a la mayor para que no se encante con los cereales, se beba la leche, se ponga a su vez la chaqueta, vaya abriendo la puerta y llamando al ascensor. No tengo a la peque medio atada en el carro que ya me veo cerrando con llave la puerta de casa mientras miro de reojo al ascensor para ver si llega. La segunda manga de la chaqueta me la pongo ya saliendo a la calle. Quedan cuatro minutos.

Está lloviendo. Le intento poner el protector de lluvia al cochecito de la peque  con menos gracia que Aznar contando un chiste, por lo que le pido a la mayor que lo vaya sujetando para que no se caiga. Hay un momento en el que el protector está apunto de volarse. La pequeña se está mojando, el paraguas que llevo en la otra mano es gigantesco pero yo también me estoy mojando, la mayor me dice que también se está mojando. Observo que no estoy siendo demasiado eficaz. Llevo un paraguas King Size y un plástico profesional cubrecoches y nos estamos mojando todos. Mi infrautilización de los recursos está siendo flagrante. Paramos debajo de un árbol. Intento atar el plástico con más gracia y lo consigo a medias: a mi hija pequeña solo se le van a mojar las piernas a partir de ahora. El paraguas es, como no me canso de observar, grande y su peso es proporcional a su magnitud. Con una mano manejo el carro sorteando barro y charcos mientras con la otra aguanto cinco quilos de paraguas tratando de hallar el equilibrio que me permita cubrir a mi hija mayor, las piernas de la peque y a mi mismo. La mayor se queja, papá se me está mojando la mochila. Le pido perdón por las palabrotas y las faltas de respeto y consideración que expreso hacia la integridad de la mochila. Solo nos quedan tres minutos para que el colegio cierre.

Hallamos por fin un tramo asfaltado, un pequeño trozo del camino por el que apenas caben dos personas. Pongo la directa. Mi hija mayor se queja « papá no corras tanto», y detecto contradicción entre su queja y la prisa que tiene pero el pensamiento se pierde como lágrimas en la lluvia. La peque ríe, algo es algo. Nos acercamos a toda velocidad a dos bultos que poco a poco toman forma de humanos. Sí, efectivamente son dos humanos, de avanzada edad. Interpreto rápidamente cual calculadora con gafas que adaptarnos a su velocidad es altamente incompatible con las pocas posibilidades que tenemos de llegar a tiempo. La adrenalina es magia para las venas. El tiempo se detiene y en un segundo elijo charco. Por ahí. La mayor lleva botas de agua, el carrito ruedas y yo que soy el más listo, zapatillas de verano. Adelantamos a los parsimoniosos ancianos como una exhalación, llegamos a la última esquina que tomamos derrapando hija mayor, carrito y servidor que añade el mérito nada despreciable de tomar la curva cerrada con las gafas empañadas. Mi hija mayor me lanza un beso desde lejos y la puerta se cierra detrás suyo justo después. Tochdown, o gol, o triple, o jackpot, ya no pienso con claridad, pero siento una punzada de dopamina que me hace sentir que he ganado algo, los tíos somos así de tontorrones.

Encaro carro y paraguas en dirección a la guardería. Si mis cálculos son exactos si tardo menos de tres minutos en llegar, aún me sobrarán dos para tomar un “relajante” café antes de la primera reunión de trabajo de la mañana. Veo delante de mí una pareja con un carro. Observo que de una de las asas cuelga una mochilita de aspecto idéntico al de mi pequeña. El cerebro me va a toda leche. Llego a una angustiante conclusión: el destino del carro adversario es el mismo que el mío, es día de lluvia, si llegan antes que yo me tendré que esperar a que ellos hagan la entrega. No puedo permitirlo, me quedaría sin café. He cantado victoria demasiado pronto, maldición!. Ya no pienso, soy pensado y las decisiones me toman a mi más que yo a ellas. Ya estoy cogiendo un atajo donde nadie me vea y no quede tan ridículo correr como un poseso con un carrito y un paraguas gigante. Mi peque se sigue riendo, al menos ella se lo está pasando bomba.

Llego a la guardería, la entrada está libre y expedita, pico al timbre sin dejar de resoplar. Mi hija me mira con extrañeza, uno pensaría que con compasión sino fuese por su corta edad. Entrego a la niña con la satisfacción de ver que el saquito cubrepiernas no solo calienta sino que además es impermeable, Aleluya, me sentía fatal porque se hubiese mojado. Salgo pitando y llego al bar de al lado del trabajo. Son las 9.03. Pido el café, enciendo un cigarro. Estornudo con estruendo. Estoy empapado hasta las pantorrillas. Me palpo el bolsillo: menos mal, llevo pañuelos.

Por la tarde

La sala de actos del Casal de Cultura está llena. Padres, madres, abuelos, abuelas, tíos, primos y allegados de todo pelaje preparan sus cámaras, sus móviles, sus expectativas. Es el día de la audición de la Escuela de Música. En el caso de mi hija mayor es el primer día que tocará en público el instrumento que tanto le gustó elegir: el violonchelo. Lleva toda la semana muy nerviosa, es muy perfeccionista y tiene un alto sentido de la responsabilidad, en eso desde luego ha salido más a su madre.

Las de 7 años son las primeras en salir. Veo a mi hija sonreír, emocionada y nerviosa. Suenan las primeras notas. Parece que la cosa va bien. Entonces mi hija pequeña, que hasta entonces había estado observando más o menos tranquila en el regazo de su madre, se cansa de esperar y se lanza a gatear por el suelo hacia el centro del pasillo entre los dos bloques de asientos. Retenerla no es buena idea porque protestaría y con razón. Me tiro al suelo con ella y la acompaño en sus correrías por la sala.

Mi mirada va alternando dos realidades: mi hija mayor en el escenario, toda concentración, orden y ganas de mostrar un trabajo bien hecho. Y la pequeña correteando por el suelo, toda curiosidad, anarquía y ganas de explorar el mundo. Y entonces pienso en las noches sin dormir, las urgencias matutinas, los sacrificios personales, las tediosas visitas al médico, en la esclavitud de las rutinas infantiles, en la pérdida de tiempo para mis cosillas, en lo que echo en falta pasar más tiempo con mi mujer, en lo cansado que estoy todos los días desde hace siete años y en lo mucho que me duele la espalda un día sí y otro también.

Pienso en las miles de horas invertidas para que la mayor pueda estar en las condiciones afectivo-psico-intelecto-motriz-espirituales para poder desarrollar una actividad compleja como tocar un instrumento y pienso en las miles de horas que nos quedan con la pequeña para que pueda dar forma a todas sus capacidades exploratorias para alcanzar a su vez las condiciones afectivo-psico-etc… y desarrollar las actividades complejas que desee cuando crezca. Pienso, en definitiva, en lo mucho que invertimos los humanos en nuestros descendientes para transmitirles el precioso legado de millones de años de desarrollo filogenético y el de miles de años de desarrollo cultural y civilizatorio.

Y pienso que esas miles de horas no son nada porque nada hay más importante que ayudar a los humanos que tienes más cerca, tus propias hijas, a que puedan desarrollarse plenamente y a que sean meritorias de los increíbles logros que ha producido nuestra civilización. Y sin ánimo de polemizar más de la cuenta, para aquellos que sean pesimistas me permito romper hoy, entre tanto caos y tanto ruido escupido por tierra, mar y redes, una lanza a favor del optimismo. El ser humano es la ostia y, aunque en ocasiones seamos terribles siento un orgullo casi trascendental al pensar en los hitos que hemos sido capaces de alcanzar. Ya sé que está de moda el pesimismo, la queja e incluso un cierto tipo de nihilismo, pero eso no cambia los hechos. Ya sé que somos capaces de lo peor, pero solo de nosotros (que se sepa, ya que los ovnis aún no se han manifestado abiertamente) ha nacido un Hawkins, una Marie Curie, un Mozart, una Doris Leasing; solo de nosotros ha nacido una Declaración de los Derechos Humanos, una teoría de la relatividad o una prótesis que permite andar a un cojo. Y sí, cosas malas también. Pero esas ya tienen mucha propaganda.

Acaba la actuación. Las tres niñas que han interpretado la pieza saludan al público, sonrientes. Yo en ese momento no aplaudo porque me estoy lanzando cual portero de fútbol a por la pequeña que muy risueña ella se ha lanzado a su vez hacia el escenario. No aplaudo, pero sonrío. Mucho.

Por la noche

Por la noche ya no pienso en cosas grandes. Aunque no me encuentro mal fantaseo con la posibilidad de tomarme un Gelocatil, que se duerme de fábula paracetamol mediante. Me río un poco de mí mismo al pensar en mi momento actual: fantasear con un Gelocatil no como remedio para pequeñas enfermedades sino como droga recreativa. Como diría un amigo, «pa lo que hemos quedao» o «con lo que hemos sido». Me conformo con la risa y no caigo en la humildísima tentación de colocarme con tan modesto psicofármaco. En casa ya todas duermen. Miro a mis hijas antes de derrumbarme por fin en la cama. Durmiendo todos parecemos buenos, inofensivos, angelicales. Veo en ellas su belleza beatífica pero veo otra cosa. Veo el futuro. Veo la vida «dormida». Veo infinitas posibilidades.

Hagamos todo lo posible para que esas posibilidades sean para bien.

Esa es nuestra única y última responsabilidad.

                                                                 An American soldier with a joey, 1942

Archivado en: Babel Etiquetado como: comprender, compromiso, dia del padre, esperanza, futuro, Humor, padre, padres e hijos, persona

FarriLi

Sobre el autor

Rafa Llinás, alias FarriLi, es psicólogo, psicoanalista, mediador y divulgador de la mediación. Padre, marido, hermano mayor, hijo...

Puedes conocerle mejor visitando su archivo de publicaciones.

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Comentarios

  1. Lali dice

    22 de marzo de 2018 at 14:41

    Genial!!! Me encanta esa manera de encajar las adversidades con optimismo.
    Totalmente de acuerdo q estamos en un momento de devenir pesimista, que la comunidad queda a banda y sólo interesan los problemas personales. El egoísmo y el individualismo prima ante el voluntariado o bien común.

    Responder
    • FarriLiFarriLi dice

      22 de marzo de 2018 at 18:16

      Hola Lali, muchísimas gracias. Yo es que creo que lo de los nihilistas es mucho peor incluso que lo que comentas: ya no es que no les interese el bien común, es que no les interesan ni sus problemas personales. Solo que cuanto peor, mejor.

  2. Fran Jódar dice

    23 de marzo de 2018 at 19:05

    Precioso, Rafa. Precioso y divertido! Me encantan este tipo de post! 😉

    Responder
    • FarriLiFarriLi dice

      29 de marzo de 2018 at 19:54

      Muchísimas gracias Fran. El tema da para unos cuantos, o sea que le daremos caña!

  3. Merche C. Servellera dice

    24 de marzo de 2018 at 12:15

    Me encanta!!! Es un fantastico resumen del trabajo de padres y madres, buenos padres y buenas madres, cuyo fin ultimo es procurar la libertad intelectual y psicoafectiva y social, maravillosa y necesaria en su crecimiento, aun a costa de ese gelocatil diario cuando llega la noche÷ Bravo!!!

    Responder
    • FarriLiFarriLi dice

      29 de marzo de 2018 at 19:54

      Muchas gracias Merche!

  4. Fellix dice

    11 de noviembre de 2019 at 21:38

    Realidad total, me identifico en esa improvisación y adaptación al medio..

    Disimulamos detrás de esas caras matutinas una mezcla de victoria y frustración en el día a día, por suerte es efímera y todo vale la pena
    Buen artículo

    Responder
    • FarriLiFarriLi dice

      13 de noviembre de 2019 at 15:25

      Y tanto Felix, vale muchísimo la pena! Un abrazo!

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