La disputa no tenía buena pinta. A primera vista los intereses de las partes en conflicto parecían no solo mutuamente excluyentes, sino altamente incompatibles con la conservación de la vida.
El dragón, con sus mil kilos de peso y mil años de historia representaba al último de su estirpe, un vestigio de tiempos que apenas se recordaban, tiempos en los que la linea entre la realidad y la fantasía aún estaba escrita a lápiz y se borraba con cada lluvia o cada lágrima desesperada. Reclamaba este sus privilegios de siglos, sí, pero también su propia conservación, su propio derecho a seguir existiendo. El dragón defendía el peso del pasado, el peso del caos, la fuerza de lo irracional y de lo salvaje, de la vida sin normas y de la posibilidad pura antes de la definición, de la moral y del lenguaje.
El caballero, con su armadura último modelo y sus armas de diseño, con 80 kilos de peso y sus ganas de escribir su historia representaba al primero de su estirpe, una promesa de tiempos venideros donde la justicia y la razón diseñasen al milímetro el medido devenir de las cosas, el triunfo de lo humano sapiens sapiens sobre lo impredecible, la muerte definitiva de la duda y el entierro final de lo desconocido. Reclamaba para sí los privilegios de los siglos venideros, heraldo del nuevo mundo que necesariamente había de nacer sobre los restos sin vida del viejo. El caballero defendía el futuro, el peso del orden, la fuerza de la razón y de la norma, de la vida predecible y de la consumación de las posibilidades, al albur de los códigos, las morales todas y el lenguaje con su definición precisa para cada cosa.
La princesa, con sus cincuenta quilos de peso y su vaporoso vestido representaba Lo real, La verdad, Lo que es, el puro Ahora dispuesto tanto a ser devorado como ha ser rescatado, abnegadamente paciente en su exasperante pasividad, atemorizada (y aburrida?) en un rincón esperando ora ser enbestida por las fauces y las llamas, ora ser protagonista de tediosos protocolos de celebración de la victoria, nupcias reales y eternos agradecimientos poniendo buena cara. No reclamaba para si ningún privilegio, puesto que era espera pura. Representaba el Presente, tan olvidado siempre a pesar de su tenaz tangibilidad, representaba el ahora y el acto, representaba el momento y lo único que de verdad es, pero no albergaba sueños de futuros perfectos ni pesadillas de pasados caóticos, pues era mero receptáculo de ambas posibilidades, el vacío infinito que permitía con su regalo de posibilidad y de espacio que todo ocurriese.
Y así como hay historias que admiten componenda, no era el caso de la que nos ocupa. Porque el dragón se jugaba su vida misma, su existencia, su permanencia, su fuerza toda y los abismos infinitos que representaba, se jugaba la volición, el triunfo de todos los caos, la tradición de lo antiguo, de lo sagrado y de la supervivencia de la magia misma. Y el caballero se jugaba su honor y el honor del futuro y del orden y de las buenas leyes, se jugaba su vanidad y con ella la vanidad de la razón, la vanidad de todo lo humano, se jugaba, en definitiva, el triunfo mismo del hombre y sus poderes sobre los elementos. Y la princesa, ay la princesa!; la princesa estaba hasta las mismísimas narices de tanta grandilocuencia. Ella, atrapada en la única, última y pequeña verdad, el ahora, cada año veía morir al dragón y con él su locura y cada año veía triunfar al caballero y con él lo esperable. Pero no hubiese sido más feliz tampoco con el resultado opuesto, con el dragón triturando los huesos del caballero y chamuscándola a ella en las llamas de la volición pura. Como siempre parecía no existir una buena solución.
Pero a veces ocurre lo inesperado. Y esa fue una de esas veces. Como cada año el dragón mostró su torso después de una embestida y como cada año el caballero vio el pequeño rincón sin escamas donde hundir su ergonómica lanza, pero quiso la casualidad que después de la estocada el caballero resbalase con la sangre, con tan mala fortuna que dio su testa con una roca, acabando descalabrado, inerte ipso facto junto al dragón agonizante.
Y hete aquí a la princesa, estupefacta, sorprendida, solitaria testigo de la muerte de caballero y bestia, huérfana por primera vez de la amenaza irascible de lo salvaje y de la promesa implacable de lo civilizado. Sintiose desnuda y desvalida, temblando de frío y de libertad, arrollada por la existencia del puro presente, abrumada por el estruendo de la absoluta ausencia de grandilocuencias.
Así que encaminó sus pasos descalzos hacia el exterior de la cueva donde aconteció el combate, dejando tras de sí la sangre de lo viejo y de lo nuevo, las obligaciones de lo salvaje y las servidumbres de la razón, para descubrir que afuera el sol seguía brillando, que bajo sus pies la yerba era fresca y también crecían rosas ora aquí ora allá, sin más riego que el de la lluvia.
Y respiró hondo, muy hondo, tan hondo que borracha de presente sin recuerdos y sin prisas tuvo que tumbarse. Y entonces, sin quererlo y sin no quererlo, abrumada por la libertad sobrevenida, se acabó sonriendo encima.
Enhorabuena, me gustan tus historias, tan fantásticas y reales al mismo tiempo. Las compartiré, porquè los cuentos enseñan, lo que no se quiere ver.
Muchas gracias por tu comentario Maite, nos alegra mucho que te guste y te pueda resultar útil nuestro trabajo.