Capítulo 1: Un mediador atribulado
Eran los primeros meses del año 2004 y la decisión ya estaba tomada. El piso en el que vivía se me había quedado pequeñísimo y necesitaba más espacio vital. Hasta entonces había vivido felizmente compartiendo una minúscula propiedad con una amiga. Una pequeña habitación para cada uno, frío de Invernalia en invierno, calorazo en verano y divina libertad. El espacio era lo de menos (al principio). Mi primera experiencia de independencia habitacional había sido un logro importante para mi, pero los años pasaban y conforme uno va siendo menos joven la tendencia a un cierto aburgesamiento es inevitable. Me apetecía mejorar.
Aún me faltaban algunos años para desposarme y formar una familia, por lo que en aquella época todavía veía la vivienda como una suerte de templo para la dispersión, el cachondeo y la realización personal de la larga post-adolescencia de nuestra época: lugar de reuniones y experimentos literarios, lugar de risas y debates enconados sobre naderías, punto de referencia para hacer fiestas menos locas de lo que luego nos gusta explicar. Un lugar donde, en definitiva, seguir jugando un poquito más como homo ludens hijos de estos tiempos tan postmodernísimos que nos ha tocado en suerte habitar.
Quiso el destino, también caprichoso, que por aquel entonces a mis responsabilidades como jefe del servicio de mediación municipal se sumase la de coordinador de la oficina del consumidor. Suerte que resultaría premonitoria: encontrarme en la tesitura de ser un afectado por incumplimiento del contrato por parte de aquéllos que me arrendaron el piso que humildemente pretendía convertir en mi nueva morada.
Encaprichamiento
Encontramos un piso fabuloso para nuestras necesidades. Un salón amplísimo, todo recién reformado, ubicado en una muy buena zona, luminoso y otra serie de etcetéras de esos que uno pone cuando quiere autoconvencerse de que ha tomado una buena decisión. El cambio iba a ser extraordinario, las posibilidades que se abrían parecían infinitas. Por efecto de contraste con el antiguo cuchitril, esta nueva vivienda me parecía el Palacio de Versalles (sin amueblar, eso sí).
Y como los profesionales tenemos la manía de ser también personas y como asimismo la vivienda de uno es algo especialmente sensible, en ese momento no estaba yo para valorar pros y contras, para pensar en negociaciones ni zarandajas. Yo solo tenía cabeza para imaginar posibilidades de ocio vinculadas al nuevo espacio, para imaginarme señor del nuevo castillo, para venirme arriba como si no hubiese un mañana.
Primeras dificultades
La primera bofetada de realidad llegó con las exigencias de la inmobiliaria para alquilarnos el piso. Yo por aquel entonces ignoraba tantas cosas que me da vértigo solo de pensarlo. Una de ellas era que para alquilar un piso te pueden pedir un aval, circunstancia que yo tenía asociada a otro tipo de transacciones de mayor entidad. Pero no. El exceso de celo de aquella inmobiliaria parecía no tener límites. No le bastaba que los dos firmantes del alquiler (mi amiga y yo) tuviésemos trabajos estables y cara de no haber roto ni medio plato, no, querían un aval. Mi padre sabiamente me recomendó que los mandase a freír espárragos y buscásemos otro piso, pero los caprichos son los caprichos y el pobre hombre acabó viendo como sus cabales consejos eran ignorados para acabar además siendo el pobre pagano del aval. Vuelvo a sentir vértigo al recordar lo caprichoso y egoísta que fui en aquella época. La adolescencia es una tormenta que puede ser terrible, pero la postadolescencia (que puede ir de los 18 a los 35 o más) es un chirimiri constante de pequeñas dosis de narcisismo, de todolosabismo, de inconsciencias de andar por casa, de rebeldías marca blanca Mercadona, vamos, lo que viene a ser comportarse como un ceporrillo. El vigor y la ilusión juvenil, un gran privilegio que, como todos, conlleva sus servidumbres.
Así que después de formalizar el aval, dejar un depósito y formalizar el contrato, se nos ocurrió firmar el inventario de enseres del piso sin, por supuesto, hacer la más mínima comprobación de sus coincidencias con la realidad objetiva del mismo. Cuando uno está encaprichado siempre tiene un poco de prisa, aunque sea para llegar tarde a todas partes. Lo queremos casi todo y lo queremos casi ya. ¡Qué paciencia tuvieron nuestros mayores con nosotros!
El caso es que la euforia inicial por la ocupación de nuestro nuevo castillo, de nuestro nuevo santuario desde donde cambiar el mundo, ver pelis y tomar alguna birra, se fue tornando poco a poco en desazón conforme nos fuimos dando cuenta de que el susodicho castillo era más imaginado que real, que nosotros éramos más tonticos de lo tolerable y que la inmobiliaria nos la había colado más allá de nuestras posibilidades.
El abismo
La instalación eléctrica era un peligro, el calentador no funcionaba, había humedades, la puerta de la calle no tenía cerradura ni cristal y el inventario hacía honor a su nombre: era un absoluto invento, de cervantina inventiva, vamos, un alarde de creatividad donde las pocas coincidencias con lo realmente presente en la vivienda parecían más fruto de la casualidad que de la intención.
Ahí estaba yo, con mis ínfulas de universitario con postgrado, con mis carguitos (para más inri uno relacionado con la defensa del consumidor), habiendo obrado como un auténtico ceporrazo, habiendo semiobligado a mi padre, hacedor de mis días, a comprometerse con un aval por un piso que suponía un riesgo para la seguridad pública. Un piso mal acabado, con un inventario firmado donde reconocíamos la existencia de enseres no existentes, duchándonos con agua fría, sin poder cocinar, humillado y atribuyéndoles la máxima de las maldades a los aviesos gestores de la inmobiliaria (la culpa siempre es del otro cuando vives en el estado de semiatontamiento postadolescentístico).
La ira me dominaba. Pero me dominaba mucho. Me sentía presa de un cabreo sideral. Imaginaba violencias inexplicables y conforme la vergüenza crecía en mi interior imaginaba nuevas violencias más inexplicables todavía. Sentirte un gilipollas te convierte en imaginador de violencias, en una suerte de onanismo neurótico obsesivo que nos sobreviene a los que (afortunadamente) luego somos incapaces de ejercer violencia alguna en el plano físico. Tenía que arreglar la situación, tenía que resolver el problema. Yo: psicólogo, mediador, gafotas que se supone que sabía cosas.

Catarsis y cambio
Y en el peor momento, cuando el túnel estaba en la más absoluta oscuridad, una luz, una Gracia, acudió en mi ayuda: me entraron ganas de reír. Y con las ganas de reír dejé de odiarme tanto. Y al dejar de odiarme tanto, dejé de exagerar. Y al no ver las cosas de forma tan tremenda, pude empezar a pensar con más claridad. Ya no estaba tan enfadado con todo el mundo. Ya estaba en disposición de redactar mi reclamación. Curiosamente me sentía a la vez más niño y más maduro. Estaba decidido a escribir una carta a la inmobiliaria que me permitiese conseguir mis objetivos. Quería iniciar una negociación pero sobretodo quería hacerlo sin perder los estribos.
Lo que me salió fue como sigue. (Continuará…)
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