
Hace unos cuantos años, cuando yo era adolescente y mi madre tenía aún esa energía desbordante que le caracterizaba, me fui de casa tras una bronca con ella. Mi aguerrida decisión fue tomada ante un no saber qué hacer por la incomprensión que sentíamos mutuamente y seguramente en mi fuero interno había un burdo intento de castigarla. Era yo tan valiente entonces, que no penséis que mi destino fue algún tipo de aventura iniciática, o fugarme con el novio de turno, no. Lo que hice fue una patochada: busqué refugio en casa de mi abuela, y con una bolsa-hatillo con cosas imprescindibles y mi gato Misha, llegamos a Guatepeor. En unos 5 días volvía con el rabo entre las piernas a mi casa, junto a mi madre y a nuestras broncas: pude experimentar que habían lugares dónde era más incomprendida, o simplemente yo era más torpe relacionándome.
Asumo que la relación que he tenido y tengo con mi madre es, sin duda, de las más complejas de mi vida; y en ocasiones me he dicho a mi misma que es la más importante de todas, la más fundamental y fundacional. Por ello, cuando fui madre el hecho de ejercer como tal me causaba pavor. ¿Cómo iba yo a ser madre cuando mi relación con la mía estaba sin acabar, sin haber tomado la forma que deseaba?. Cuando ejerces un nuevo rol vital, se remueven las ramas de nuestro árbol genealógico. Para las personas que ahora somos padres de niños y adolescentes es un momento en que estamos haciendo de «bisagra generacional»: estamos criando y a la vez nuestros mayores cada vez son más mayores y son más dependientes de cuidados. Estamos en medio del camino vital, en el mejor de los supuestos, y cargando con mucha responsabilidad. Pero, ¿habéis observado que cuando tenemos un conflicto familiar la dimensión del tiempo no funciona de manera lineal? En general vivimos el tiempo de manera secuencial. Sin embargo, cuando afloran conflictos con personas de la familia o bien con las que llevamos un largo recorrido histórico, las memorias de los hechos vividos nos posicionan en lugares distintos al presente. Esta variable de nuestra vida tan extravagante y difícil de definir y vivenciar nos coloca en lugares distintos al ahora, sobretodo cuando las emociones nos embargan: el enfado, el rencor, el miedo muchas veces nos traen momentos del pasado o nos colocan en un futuro desolador y angustioso. Para muestra, un botón: tengo 41 años, y mi madre tiene 73. Eso no significa ni mucho menos que nos veamos como dos mujeres adultas y nos relacionemos como tales: el tiempo juega con nosotras de una manera circense, y me puedo encontrar en momentos en que yo tengo 15, en otros que tengo 23, o 10.Cuando consigo tener 41 y tranquilidad de espíritu, soy capaz de verla tal y como ahora es: una mujer mayor, cuasi anciana, con achaques de salud que se van agravando día a día. Y entonces solo puedo querer una cosa: hacerla reír .Cuando yo era niña, y mi madre una mujer bella y espléndida, ella era divertidísima. Nos reíamos mucho, no me preguntéis de qué, porque no importaba. Yo la quería plenamente, sin ambages, sin esa distancia que luego fue surgiendo entre nosotras. Y ahora, más de 30 años después, es a ella a la que quiero ver, es la que quiero disfrutar, cuando me lo permiten mi ánimo y el suyo:utilizo el factor tiempo para recuperar aquella que era «mi» madre, un poco en contraposición a «la madre» que yo después esperaba, o yo tengo que ser con mi hijo ( las expectativas subidas de tono son fatales, en nuestra opinión, porque esa que yo debería ser a veces no me permite simplemente ser…. )
Y ¿por qué os hablo de esto? Porque creo que la dimensión temporal es algo fundamental en los conflictos intergeneracionales, o cuando nos relacionamos con personas que forman parte de nuestra historia. Resulta que hay momentos en los que nos enganchamos por una tontería, pero las raíces están en el pasado, y en un momento determinado uno de sus frutos es un conflicto, una crisis. Me gusta pensar que si somos capaces de anclarnos en el presente, y mirarnos, podemos construir un futuro más armónico para todas las partes que están sufriendo un conflicto. La mediación pone el foco en el futuro, en esa posibilidad de que ocurra un milagro o tengamos una varita mágica, dentro de los límites de la realidad posible, e imaginemos un escenario más acorde, más acogedor.
No hay viento favorable para el que no sabe a donde va
Séneca
Podríamos ser parte de esos vientos que nos empujan. Sí, pueden haber otros vientos que no soplamos: circunstancias de salud, económicas, laborales y un largo etc. pero quiero confiar en que tenemos margen de maniobra.
Por lo que a mi respecta, cuando puedo pensar en el futuro de manera serena es porque el presente no me asusta, o porque no estoy atacada por el enfado o cualquier otra emoción que si bien es legítima y real, me está chillando y ha tomado el control. Me he dado cuenta, volviendo al principio del post y por lo que respecta a mi relación con mi madre, que quizás siempre he tenido unas expectativas demasiado altas sobre lo que debía ser yo y quién debía ser ella, y por tanto de manera inevitable, lo que debería ser nuestra relación; y quizás porque eso es mutuo, nos hemos comunicado de manera torpe y no nos hemos visto suficientemente. Aceptando esta torpeza desde un presente a veces iluminado y a veces tormentoso, lo que me gustaría regalarle a mi madre son risas compartidas, que se sienta más acompañada y que quizás yo le sirva de muleta para darle un poquito de sentido a este instante en el que estamos aquí, en esta vida. Desde que me he dado cuenta de lo que quiero con respecto a nuestra relación, y asumiendo que muchas veces no lo voy a conseguir, estoy utilizando un truco para no olvidarme de este momento de magia en cuanto a nosotras: llevo en mi mano una preciosa sortija que ella se autoregaló, y que me cedió hace unos años. Una sortija que para ella era un símbolo de sus luchas vitales, y que ahora, en su honor, quiero que me acompañe en las mías. Un símbolo ajeno al tiempo que a pesar del ruido de la vida me recuerde que lo importante es lo único que nunca cambia.
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